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La escayola

Conversación verídica captada por la maestra de mi hijo mayor en clase (3º de Primaria):
– Niño 1: Estoy deseando que me pongan una escayola.
– Maestra: ¿Por qué?
– Niño 1: Porque se liga un montón.
– Niño 2 (llevaba semanas escayolado): No te creas… Solo son los tres primeros días…

Con estos antecedentes sobre la mesa, el otro día apareció mi churumbel con el dedo gordo de la mano hecho un desastre, descolocado e hinchado. Lucía una extraña sonrisa de satisfacción, no sé si por la perspectiva de ligar o de ser el centro de nuestro universo durante unas horas. El caso es que casi se me saltan las lentillas cuando le vi la mano, cogí mi bolso, y de un brinco ya estábamos los dos en el coche camino de urgencias.
Era un domingo cualquiera. De esos en que estoy tomándome unas cañitas con mis amigos en el polideportivo del pueblo. Los niños andaban sueltos y asalvajados por los alrededores y nosotros disfrutábamos del dolce far niente. Hasta que el cafre de mi hijo me devolvió al mundo real con su pulgar en alto.

El hospital es un lugar peculiar los fines de semana. Los niños magullados y lesionados se distribuyen aleatoriamente en el área de espera de pediatría, entre pequeñajos febrosos, con broncoespamos y padres con cara de susto.
Mi animalillo se sentó con aire victorioso y con un punto exhibicionista. Tenía la mano del dedo gordo (cada vez más gordo por la hinchazón) lesionado ligeramente alta, y observaba atentamente si los circundantes se percataban de su percance. Sabía que la paz no nos iba a durar mucho. Se iba a agobiar enseguida. Y lo peor era que no podía jugar con su maquinita porque se le había fastidiado el dedo más importante para matar marcianos.

Mi animalillo se sentó con aire victorioso y con un punto
exhibicionista

Justo como esperaba, al cabo de pocos minutos se empezó a retorcer en su asiento y me empezó a preguntar cosas compulsivamente. Se trataba de dudas que yo podría haber resuelto sin problemas si hubiera estudiado Medicina, pero que en aquellos momentos solo servían para interrumpir mi paz y mi lectura del suplemento dominical: “¿Dónde se fabrican las escayolas? ¿Te corta la venda la circulación de la sangre? ¿Qué es el yeso? ¿Me van a hacer radiografías? ¿Qué me dirá el médico?…”. Y así hasta que oí que nos llamaban por megafonía.

Dentro de la consulta, mi churumbel entrecerró los ojos y puso cara de estar muy grave, en sus últimas horas. El médico me preguntó si tenía alergia a algún medicamento, pero antes de que le pudiera contestar, mi hijo le indicó que no. “Solo he tenido dos o tres resfriados en mi vida”, añadió a modo de aclaración inútil. El médico me sonrió y yo levanté los hombros. Le quería decir que, dijera lo que dijera el niño dentro de aquella consulta, yo no tenía nada que ver. Entró otro doctor en la consulta y Nicolás le indicó que le dolían “todas las articulaciones” de su cuerpo. No había nada que hacer. Iba a desplegar todo su repertorio. Lo mejor era que me acomodase como una espectadora más para disfrutar del espectáculo.

Tuve un momento de paz cuando se lo llevó una enfermera para hacerle una radiografía. Miré mi móvil. Había un mensaje del padre de la criatura, preguntando que qué tal. “Peor que tú, que te estás hinchando a cañas”, pensé. “Bien, le están haciendo una radiografía”, le contesté.

Volvimos a la sala de espera, que cada vez estaba más llena. En lo alto de una pared habían puesto un televisor con dibujos animados sin volumen que nadie miraba. Hacía muchísimo calor, pero algunos bebés estaban abrigados como si estuviéramos en el exterior de un iglú en el Polo Norte… Nicolás me pidió agua y pude estirar las piernas y cotillear en la zona de adultos, que estaba casi vacía y tenía mejor temperatura. La máquina de bebidas estaba rota y tuve que buscar otra, con la seguridad de que justo cuando alcanzase la mayor distancia respecto a mi hijo nos llamarían por megafonía. Así ocurrió. Pero, como no me pilló desprevenida, corrí como una gacela, cogí a mi hijo de la mano buena y entramos en la consulta.

“Es solo un esguince, pero tendrá que llevar escayola diez días”, nos dijo el médico. Mi hijo me abrazó de felicidad. Yo le miré boquiabierta. “¿De verdad es tan tontaina?”, me pregunté. Mientras le ponían el yeso, Nico aprovechó para trasladar todas sus dudas al enfermero encargado de hacerlo. No se estaba quieto y el hombre se estaba volviendo loco para colocarle el vendaje. “Por lo que veo, esto no le va a durar los diez días. Supongo que lo sabes”, sentenció con una sonrisa cruel.
Mi churumbel era un niño feliz al salir del hospital.
– Estoy deseando enseñarla en el cole.
– Nico, en breve comprobarás que llevar una escayola es una auténtica mierda.

Y tú, ¿Qué opinas?

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