[avatar user=»Maria LLull» size=»thumbnail» align=»center»]Maria LLull / MADRE NO HAY MÁS QUE UNA[/avatar]
Hace poco tuve una idea brillante que casi me valió una úlcera. Mi hijo mayor cumplía 9 años y me comunicó que ya estaba harto de merendolas en el polideportivo del pueblo. Así que le propuse que escogiese a un grupo de amigotes para que fuésemos juntos al cine. La lista definitiva fue de 13 personas… Y yo estaba sola para hacerme cargo de todas ellas (el padre de la criatura había cruzado el charco por motivos de trabajo y estaba en Buenos Aires).
Mis allegados me miraban con una sonrisa cuando les contaba el fiestón que iba a ser aquello y me preguntaban: «¿Estás segura de que podrás tú sola?». ¿Había dudas de que estaba capacitada para conseguirlo? No. Las dudas eran el precio que mis nervios de pacotilla iban a pagar.
Decidí empezar bien la cumpleañosa tarde y compré las entradas con antelación. La taquillera estaba además de buen humor y me consiguió un pack con palomitas más barato de lo que esperaba. La nueva de Los Pitufos nos esperaba al otro lado de la puerta.
Empezaron a llegar mancebos dispuestos a darlo todo por una tarde de diversión. Cuando reuní al grupo al completo nos despedimos de sus familiares como si fuésemos a embarcar en el Titanic y entramos en el cine. Antes de ir a la sala había que recoger las palomitas de nuestros flamantes packs y en ese momento me dejaron claro que no iba a ser una tarde del todo fácil.
Mi churumbel se limitó a encogerse de hombros y continuó riéndose de la ocurrencia de algún payasete invitado
–Yo quiero chuches, no me gustan las palomitas.
–¡Qué pequeño! ¡Quiero un paquete grande!
–¡Agua no! ¡Coca-Cola!
–Tengo pipí.
–Tengo caca.
–¡Me voy yo solo a la sala! (caminando en dirección opuesta a la que tocaba…)
–¡Ala! ¡Un cartel de Stars Wars! ¡Vamos todos a verlo! (se fueron de golpe unos cuantos, y el cartel estaba tan lejos que yo no era capaz de percibirlo con mis nuevas lentillas…).
Así que miré a mi hijo, que se estaba descojonando, y le dije: «Voy a gritar, tus amigos pensarán que soy una bruja y a mí me da igual». Mi churumbel se limitó a encogerse de hombros y continuó riéndose de la ocurrencia de algún payasete invitado. Él ya me conoce y me acepta como soy… «¡Aaaaaaaaaaltooooooooooo!», grité tan fuerte que parecía que toda la gente del cine estaba haciendo un mannequin challenge. «¡O venís todos inmediatamente o aquí no va al cine ni mi tía Rita!», añadí aclarando a los presentes que me dirigía a mi grupo de salvajillos.
Los puse en fila como si estuviéramos en un campamento militar y encabecé la comitiva hacia la sala 10, que tenía a un pitufo cabezón encima de la puerta. Como era de esperar, una vez que conseguí sentarlos las palomitas empezaron a volar. Otros espectadores que habían llegado antes empezaron a suspirar con una fuerza considerable para darme a entender lo molestos que estaban. Como si yo me lo estuviera pasando bien…
Opté por cambiar de táctica: el disimulo. Hice como que yo estaba a su lado por casualidad. Di a entender que no conocía a aquellos niños. Hasta que el que había hecho pipí hacía dos minutos me dijo que tenía ganas de volver al baño y mi hijo me abrazó llorando porque se había dado un golpe en la espinilla tras tirarse de la butaca (intentaba coger al vuelo una palomita que le había tirado otro invitado: un genio, vamos).
Había optado por el clásico «¡Que empiece ya, que el público se va!»
Las luces se apagaron (¡por finnnnn!) y empezaron 15 minutos de anuncios y tráilers que se me hicieron eternos: estuve todo el tiempo mandando callar a mi comitiva, que había optado por el clásico «¡Que empiece ya, que el público se va!» como grito de guerra.
Las cosas no fueron a mejor cuando la película dio comienzo. Toda la historia giraba en torno a Pitufina y una aldea secreta de pitufas. Los mancebos se sintieron estafados. Soy feminista. Conozco a sus madres y sé que son firmes defensoras de la igualdad entre hombres y mujeres. ¿Qué ha debido a ocurrir durante estos 9 años para que trece chiquillos no puedan contemplar con alegría las aventuras de Pitufina? Los contuve como pude y cuando llevábamos más o menos media hora de película se tranquilizaron. De aburrimiento, claro. La película era una caca monumental. Un coñazo que actuó como kriptonita para mis supermanes. Así llegó el mejor momento de la velada de cumpleaños de mi hijo: aquel en el que pude echar una cabezacita y soñar que estaba pasando una agradable tarde en un spa.