Retrato de una lectura que incomoda

Retrato de casada

Al igual que con esta columna doy inicio a mi implicación en esta sección, este otoño también estrené mi andadura en los famosos clubes de lectura. Todo empezó con El gran Gatsby, un libro de uno de mis autores favoritos, el enorme Scott Fitzgerald. Y debo reconocer que me lancé a este encuentro entre lectores por pura necesidad: encontrar un lugar donde conversar sobre una de mis pasiones con otros apasionados, en un círculo íntimo, casi ritual. También buscaba nuevas lecturas que ampliaran mis horizontes, a menudo estrechados por la vorágine periodística. Lo admito sin rubor: soy un comprador compulsivo de los volúmenes de Libros del KO, esos que encuadernan las historias de otros compañeros de oficio.

Estaba nervioso, como un niño a las puertas de un nuevo curso. No sabía qué me iba a encontrar y esa incertidumbre me producía una mezcla deliciosa de adrenalina y piel de gallina, como la gota fría que baja por la columna sin aviso.

La primera sesión no deparó grandes sorpresas. Conocía la obra de Fitzgerald al dedillo y fue un placer escuchar otros puntos de vista sobre una novela tan colosal. La verdadera sorpresa llegó con el segundo encuentro: Retrato de casada, de Maggie O’Farrell.

Durante noviembre tuve que rascar tiempo entre las obligaciones familiares, laborales y sociales para sumergirme en esta novela ambientada en la Italia del Renacimiento, cuando Italia todavía no era Italia y el poder se repartía entre dinastías como los Médici o los Este de Ferrara. Hay libros que te sacuden no por lo que cuentan, sino por lo que te obligan a mirar. Este fue uno de ellos.

No sabía absolutamente nada de la novela. Y eso, para mí, ha sido un regalo. No es un libro cómodo ni sencillo, salvo que te enamore la literatura descriptiva —mi debilidad confesa, la misma que intento trasladar a mis textos periodísticos—. Para mí no hay nada como sentir que estás presente en la escena, respirando el mismo aire que los personajes.

Retrato de casada

Retrato de casada es uno de esos libros que se leen con el estómago en tensión, como si cada página recordara que la Historia —así, con mayúscula solemne— ha sido durante siglos un relato escrito desde un mismo lugar: el de los vencedores, casi siempre hombres. Lo que queda fuera se desvanece. Lo que no se cuenta, muere o se deforma.

O’Farrell rescata la figura de Lucrezia de Médici, esa joven duquesa que apenas ocupa un pie de página en los manuales, y le regala algo que nunca tuvo: voz. Una adolescente casada a los 15 años, enviada a una corte que la mira, la examina y la juzga; un lugar donde la fertilidad es política y el silencio, una disciplina femenina obligatoria. Y mientras leemos, algo inquietante se instala en nosotros: ¿de verdad esto era el Renacimiento… o es simplemente patriarcado envuelto en brocado?

La novela se vende como ficción histórica, pero funciona como un espejo. Un espejo incómodo. La opresión que rodea a Lucrezia —esa vigilancia constante, esas expectativas imposibles, ese deber de “agradar”— resuena demasiado cerca. No vivimos en palacios, pero seguimos rodeados de mujeres juzgadas por su cuerpo, su carácter, su maternidad, su “adecuación” al papel asignado. Y en esa continuidad está la trampa: creemos haber avanzado más de lo que realmente hemos avanzado.

O’Farrell escribe con una belleza feroz, una prosa que acaricia mientras muestra los dientes. Y despliega una estrategia de vértigo: desde la primera página sabemos que el destino de Lucrezia está marcado, que no es un cuento de Disney. Se dirige al desastre y, aun así, seguimos leyendo, hipnotizados, porque la autora no nos permite escapar de la pregunta central: ¿cuánto vale la vida de una mujer cuando su único valor es lo que representa para otros?.

El vacío histórico real en torno a Lucrezia permite a O’Farrell escribir sobre un folio casi en blanco. Y en ese espacio reconstruye una opresión que sigue existiendo, en distintas formas, pero con la misma raíz.

Quizá lo más poderoso del libro es el propio retrato. Esa pintura donde Lucrezia aparece dócil, perfecta, eterna a los ojos de su marido. Un cuadro destinado a sobrevivir siglos mientras la mujer real se apagaba en silencio. Y ahí, lo confieso, O’Farrell me derribó: ¿cuántas vidas siguen hoy reducidas a un retrato? ¿Cuántas mujeres se ven obligadas a convertirse en “versiones aceptables” de sí mismas para sobrevivir?

Leo Retrato de casada y me indigno por lo que —supuestamente— vivió Lucrezia. Pero lo honesto es admitir que seguimos replicando, con menos veneno y más hashtags, las mismas dinámicas. Cambian los decorados, no la esencia. Y la esencia todavía debería avergonzarnos.

Quizá por eso la novela funciona tan bien: no revive solo una historia perdida del pasado, sino un mecanismo que sigue vivo. O’Farrell no escribe para recrear el Renacimiento. Escribe para incomodarnos, para obligarnos a mirar la jaula —como ejemplifica al describir la llegada de Lucrezia a La Delizia— en la que tantas mujeres han vivido y siguen viviendo.

Mi único “pero”, como ya confesé en mi querido club de lectura, es el final. Adoré la novela palabra por palabra, pero ese cierre abierto que trata de ofrecer un final feliz no terminó de conquistarme. Aun así, ahí está una de las virtudes de la literatura: la sorpresa.

Ahora toca una nueva aventura. Dejo atrás a Lucrezia de Médici y, de la mano de Mary Shelley, me adentro hacia su monstruo inmortal. Os espero en la próxima lectura.